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"Se lo había dicho su madre: Esos dedos son para las manijas. Y así andaba, de besana en besana, segando y apilando gavillas. Era un zagal ya crecido cuando la sangría del treinta y seis. Se libró, porque a pesar de su aspecto robusto tenía todavía cara de niño. Demasiada cara de niño, decían los de la cuadrilla exterminadora. Al fin y al cabo se podía llevar a otro a la cuneta, entre el nutrido ejército de braceros hambrientos y sin fuerzas. No había porqué despreciar aquel bagaje de fuerzas que sería necesario en la campiña cuando la “limpieza” terminara. Porque alguien tendría que recoger el trigo, aventar la parva y arar los campos. Por una vez los verdugos pensaron con la cabeza: podría pasar que una vez concluida la “purga”,los señoritos se quedaran sin hombres para el tajo. Su madre, la madre de Juan se lo había dicho: Niño tus dedos están hechos para las manijas, no lo pienses más. Pero él que escuchó, aterrorizado, los lamentos de su padre que se lo llevaban, atadas las manos con un cordel de cáñamo, en una madrugada de agosto tallada por los gañidos de los perros a la luz de la luna, comenzó a sentir una aversión inextricable que iba creciendo conforme los días pasaban y su padre no volvía. Aquella madrugada cedió su cárdena envoltura a un amanecer silencioso surcado por palomas desvaídas. Benita, la madre de Juan, se le había incrustado en el rostro la expresión de pasmosa incredulidad que siguió a la salva de llantos y que le acompañaría hasta el final de sus días: Juan, tus dedos están hechos para las manijas. Tus brazos para echar sábanas y tus ojos...Los ojos de Juan estaban ausentes, tristes como un jazmín bajo la lluvia. Los dedos, las manos, la piel, qué extraño era todo y qué lejano."